Todos mis dioses y monstruos
muestran complacencia:
una vaga esperanza
de resurrección.
Y me despierto en mitad de la noche
y veo un tren expreso a punto de arrollarme,
un sueño marginal, una luciérnaga
al fondo del pasillo.
Pienso en los viejos amigos desdentados,
los que se perdieron (y nadie los trajo),
y hay un yonki debajo de mi cama
relamiendo yogures.
Levanto la frente marchita como Gardel
y un viejo póster de Maniática me engulle
como la vida al desaliento,
como la vejez al tiempo.
Me siento agotado, amarillento,
descubro la persiana y solo hay letanías,
farolas empezando a despertar,
millones de periódicos en barbecho.
Qué te he hecho madre? Qué profunda herida
guardas en el pecho que no cicatriza?
Qué me he hecho a mí mismo?
Con quién disparo y recibo la bala,
a cuánto está el kilo de angustia y disidencia?.
Entonces abro la tapa del váter y evacuo.
Orín de dioses primigenios,
vegija incontenible y magullada,
ríos de penitencia y desconsuelo.
Me siento un pordiosero miserable,
un tripulante sin barco ni timón,
una palabra desechada,
escupida a mis propios abismos.
Entonces tiro la cadena
y por fin me limpio de este mundo macilento.